AMORES DES-ENCADENADOS
IV
“No quiso
follarme o sencillamente no logré que le pasara por la cabeza el hacerlo y ello
a pesar de que estaba provocando en mi, evidentes estremecimientos que debían
ser suficientes para animarlo. Jamás nadie antes, había logrado con una acción,
-a priori tan poco erótica-, conseguir que me ofreciera del modo en que lo
estaba haciendo, cederme por completo a él, para que dejara volar su más
lujuriosa y perversa imaginación sobre mi desnudo y abierto cuerpo”
Aquella envolvente música, que flotaba
en el aire, invadiendo todos los recovecos y fisuras de su cuerpo y alma, era
sin duda la aliada perfecta para que Adaia, a medida que Fernando acariciaba y
enjabonaba su cabeza con delicada sensualidad, fuera sintiéndose más necesitada
de que aquel ser que había aparecido en su destartalada vida sin esperarlo, la
tomara e hiciera de ella una ninfa entregada a su fortuna, buena o mala, le
daba igual, lo relevante: que la tomara, la hiciera suya, la consumiera antes
de volver a arrojarla a las alcantarillas que desde hacía unos años tan bien
conocía y a los que muchos otros la habían precipitado tras usarla de variadas
y casi siempre, repulsivas formas. Pero no fue así como sucedió, sino que el
muy ladino prolongó aquella antesala al éxtasis deseado por ella, con más y más
ternura, primero cuando le enjuagó el ensortijado pelo antes de por dos veces
más, volverlo a enjabonar y acariciar y a continuación y cuando la temperatura
del agua de la bañera ya alertaba de un probable resfriado, secarle todo el
cuerpo con la misma hábil delicadeza con que había actuado durante más de una
hora sobre su anatomía para lograr que casi se derramara entre sus manos sin haber
necesitado llegar a sus profundidades más erógenas.
Cuando concluyó lo que Adaia nunca
hubiera deseado finalizara, escuchó su
voz, templada y a la vez profunda, cautivadora, como todo lo que le estaba
obsequiando Fernando desde el primer instante en que la detuvo en la calle,
cuando parecía estar de nuevo a expensas del inequívoco rumbo a proseguir que
la acompañaba a marchas forzadas a su perdición.
-Y ahora si quieres, te acuestas y
descansas.
-Es pronto para dormir –respondió
Adaia, intentando con su aserción, incitarlo, sirviéndose del tono de su voz.
-Pues entonces y si no estás cansada,
¿te gustaría acompañarme?
Le pasó por la cabeza soltarle: “hasta
el fin del mundo”, pero de nuevo volvió a su mente la anterior ocasión en que
lo manifestó. Una mala jugada había sido el ofrecerse tan sincera y aunque esta
vez comenzaba a creer a pies juntillas que la fortuna se había por fin
compadecido de ella, prefirió abstenerse de caer en la complacencia, de modo
que optó por lo más neutro.
-Claro.
Sintió no obstante el arrebato de
contarle lo que habían sido sus últimos tres años desde el momento en que
perdió a su abuela y se quedó sola en lo personal, aunque mal acompañada de las
deudas, las que había heredado la anciana tras la muerte por accidente de los
progenitores de Adaia. Fueron únicamente seis meses los que convivió con su
abuela, un periodo en que no sólo comenzó a tontear con las sustancias tal y
como lo había hecho mientras estudiaba Filología Inglesa en la universidad,
sino que las convirtió en sus mejores compañeras, de juegos y de fechorías.
¿Fue la muerte de sus padres lo que la
llevó al desmadre, también con las drogas? Eso y Fabián, el compañero con el
que follaba por aquel entonces. Él se jactaba a menudo de ser más fuerte que
cualquier polvo o pastilla que se tragara, inhalara o fumara, y al parecer,
algo de razón tenía. Lo terrible del asunto fue que Adaia también se creyó
investida de la misma fortaleza. Abandonó los estudios, al tiempo que Fabián la
canjeaba por una rubia y poco después, el desahucio del piso en el que
albergaba todos los recuerdos de una infancia, adolescencia y primera juventud,
feliz. Luego y a medida que recolectaba nuevas experiencias, la mayoría decepcionantes,
el descalabro emocional. Y llegó el punto en que nada le pareció anormal, ya
que a cambio de un poco de calor o un plato de comida, o lo más rechazable, una
ayuda psicotrópica, permitió que su cuerpo fuera moneda de cambio y no negó que
el postre lo surtiera su alma que poco a poco iba quedando mermada. Solamente una
invisible y para ella nada advertible fortuna impidió que acabara realmente infectada
de los temibles virus. Incluso ni la sida ni la hepatitis quisieron anidar en
ella.
Quedó totalmente desarmada, -si era
que no lo estaba ya totalmente-, cuando Fernando le ofreció que revolviera el
armario de Antonia, Toñi, la bióloga que andaba por medio mundo intentando
poner orden en el caos terrestre del medio ambiente.
-Escoge lo que quieras –le indicó tras
abrirle el armario.
Se sorprendió y quiso saber.
-¿De tu novia?
-No tengo novia –le contestó él,
raudo.
>Tampoco la tuve. Es de una amiga, que
cuando viene a Madrid, cohabita este piso. Por eso guardo su ropa. Creo que
sois de una talla similar y aunque es un poco hippie, posee prendas realmente
bellas.
La tranquilizó saber algo más de su
personalidad, aunque no le pareció demasiado idóneo, -a pesar de beneficiarle-,
que ofreciera con tanta facilidad, la ropa de su compañera de piso. Rápidamente
tuvo que autocorregirse al oír su siguiente aportación.
-Mañana te presto dinero y te compras
algo, a tu gusto.
-¿Mañana? –exclamó ella sin ocultar confusión.
-Si me pagan. Hoy no tengo mucho que
prestarte.
Cuando salieron de las oficinas de la
editorial, ella con aquellos ejanos que tan bien se ajustaban a su trasero y
cintura, tuvo que señalarle que: –pues no será mañana. Me han pagado con un
cheque, por tanto, dame tres días.
¿Le estaba ofreciendo alojamiento
durante este tiempo? ¿A cambio de…? No tuvo que responderse, él lo hizo por
ella.
-Vamos, si te parece bien alojarte en
mi piso hasta que tus planes comiencen a prosperar, porque, ¿tienes planes?
Le hizo exclamar en su interior, un
“joder” potente. ¿De qué estaba construido aquel tipo, poseedor de aquella enorme
facilidad para desarmar?, le vino a la cabeza a continuación a Adaia.
-No los tengo, de hecho, no tengo
nada, solamente muchos deseos de meterme algo que me haga olvidar que no los
tengo ni los tendré.
-Pues conmigo no cuentes. Y me refiero
a lo de olvidar tus inexistentes planes. ¿Quieres también que te los preste?
Como por arte de una magia
desconocida, aquella forma de expresarse la motivó, logrando que profundizara
en sus recuerdos universitarios, cuando el diálogo, la comunicación, la
dialéctica, formaba parte de su cotidianidad y entonces en su mente aparecieron
los viejos compañeros, la mayoría de los cuales habían tenido el honor o el
vilipendio de follársela en los últimos años, los de la caída libre, por unas
monedas, una birra, un canuto o una ralla. Pero de inmediato los apartó de su
cabeza, debía estar limpia y presta para aprovechar aquel ángel en forma de
extraño personaje que parecía querer ayudarla, sinceramente.
-¿Y de qué tipo serían? –prefirió
soltarle con mucho tacto.
-No sé, dime tú, ¿qué te gustaría
hacer?, en la vida me refiero.
>Y no vale decir, ser feliz, pues
para eso no tengo propuestas ni para mi mismo.
Dudó, vaciló, se quedó en blanco,
hasta que…: –he sido camarera y hablo inglés, también lo escribo.
-Pues ya es mucho, aunque con esas
credenciales, probablemente ningún partido político te permitiría que fueras
presidente de gobierno.
Sonrió sólo él.
-¿Cantas? –le lanzó entonces.
La cogió de improviso, totalmente
desconcertada.
-Me he fijado en el timbre de tu voz.
Me gusta. Creo que posee cualidades para que guste a la gente.
No decía nada, aunque seguían andando,
ella cada vez más atribulada.
-¿Qué te parece si lo probamos? –le
indicó entonces él.
>Comemos algo y luego nos acercamos
al local de uno de los grupos que estoy intentando se conviertan en paladines
de la música española. ¿Te suena bien?
Por un instante se imaginó que en
realidad lo que le esperaba sería tener que chupársela durante toda la tarde y
quizá la noche entera a un nutrido grupo de músicos desenfrenados. No le
pareció tan malo, a fin de cuentas, seguro que tendrían provisiones de las que
tan en falta estaba ya echando y los músicos que se habían cruzado en su camino
nunca se habían mostrado tan reacios a ayudarla con sus necesidades más
perentorias.
Poco antes de entrar en la taberna
elegida por Fernando, le lanzó.
-¿Te puedo hacer una pregunta?
-Las que quieras.
-¿Para cuándo prevés comenzar a apalearme?
Lo pregunto para que no me cojas distraída.
-¿Apalearte?
-¿No soy para ti una perra callejera?
-Venga, entra y no digas más sandeces,
perra callejera.
Adaia obedeció sin disipar lo que daba
ya por hecho. No obstante, comería, bebería y luego…, luego, que ocurriera lo
que tuviera que ocurrir, a fin de cuentas nunca ha creído en los ángeles de la
guarda.
(10/02/2016)
ARTURO ROCA ©
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